Haremos nuestras propias películas. Nos veremos jugar al fútbol, construiremos casas y familias, seremos con solo decirlo en voz alta. Los sueños que antes eran murmullos del inconsciente se volverán imágenes. Seremos arquitectos u oficinistas, millonarios o presidentes de mundos reales y de otros planetas, con apenas pensarlo. Seremos una serie, una película, y hasta podremos elegirle un final feliz.
Ese es el futuro prometido: todo en una pantalla. Y sin embargo, lo que palpita de verdad sigue ocurriendo en la esquina: alguien que canta, que baila, que actúa, que transpira su verdad. Allí está lo real —imperfecto, corporal— frente al brillo pulido y tambien imperfecto de la promesa virtual.
En esos mundos imaginarios se puede colgar la propia música y hacer que suene hasta que nadie pueda ignorarla; se puede descargar la furia contra quienes nunca tuvimos las herramientas para enfrentar, y hacerlo sin mover un dedo. Será como un Twitter, pero mucho más , con imágenes que muerden más que las palabras. Se podrán remezclar recuerdos y devolverlos en loop, como una venganza visual que persista hasta incomodar a todos.
Pero mientras hablamos de la ventana donde todo será posible, la realidad es otra: los artistas no tienen un espacio propio. Suben su música, sus cuadros, sus textos a plataformas que no les pertenecen. Todo lo que crean termina encerrado en servidores de las corporaciones. Trabajan para ellas gratis, les entregan su obra, su tiempo, su energía, y encima se convencen de que es libertad. Libertad, dicen. Pero en verdad son solo lo que antes eran los corresponsales de los medios: se les pagaba por dar información, por enviar crónicas desde cualquier lugar del mundo. Hoy hacen lo mismo, solo que gratis, creyendo que participan, cuando en realidad alimentan al monopolio más grande del planeta.
Se lo llama “Red Social”, se lo llama “Matrix”. El nombre no importa. Lo cierto es que la mente del creador, la atención del público y la energía de millones trabajan gratis para los poderosos. Y así, el sistema se devora a sí mismo. No hay salida. Ni siquiera pensamos en escapar, porque la negación se volvió parte de lo cotidiano.
Ese es el espejo. Que cada uno lo mire y se pregunte: ¿en qué estoy metido?